lunes, 27 de enero de 2014

¿POR QUÉ HIEREN LAS PALABRAS (DE LOS ACOSADORES CALLEJEROS)?

 
 Se me ocurren 4 motivos:

1. Porque el lenguaje no es un simple medio de comunicación, sino el lugar en el que construimos nuestras identidades. En este sentido, los calificativos con que nos referimos a las personas no son simplemente etiquetas que depositamos superficialmente sobre alguien. Cuando un hombre le dice “mamita” o algo por el estilo a una mujer, hace mucho más que caracterizarla; más bien clasifica su identidad, la reduce a ser un objeto de placer carnal frente a los ojos de aquellos con quienes comparte los espacios públicos. La mujer que experimenta el acoso de parte del desconocido queda inmersa en las dinámicas de un lenguaje en el que se definen las jerarquías de las identidades: una –la del varón que define con sus palabras– por encima de la otra –la de la mujer que es reducida al objeto sexual. Una identidad que controla a la otra. En resumen: la palabra del acosador callejero estereotipa la identidad de la mujer, limitando y condicionando sus posibilidades de lenguaje y acción en los espacios públicos.
 
2. Porque se hacen cosas con las palabras. Es decir, el lenguaje, además de construir significados y sentidos, es capaz de ser un vehículo de la acción. La palabra del acosador callejero nunca es cosa ligera, nunca es simple voz a la que se lleva el viento. Su palabra es más bien una acción que afecta directa, material y expresamente a la mujer. Cuando un hombre pronuncia algo como “qué buen culo”, está ejecutando una acción concreta que tiene consecuencias prácticas. La palabra acosadora es una agresión que se siente real en la carne, en la conciencia, en la intimidad de la persona agredida. No es cierto que el acosador sea inofensivo porque sólo se manifiesta con palabras; por el contrario, es peligroso y nocivo, porque sus palabras son acciones y las consecuencias son inmediatas y concretas. En resumen: la palabra del acosador callejero agrede directa y concretamente a la mujer, quien sufre de una acción que lastima.

3. Porque las palabras cobran sentido en los espacios públicos compartidos con los otros. En esos contextos, el lenguaje se encuentra sumergido en las dinámicas por el reconocimiento que se desarrollan en toda pluralidad. Cuando una mujer sufre del acoso callejero, sufre de una forma de menosprecio frente a los demás; sus relaciones intersubjetivas se ven afectadas, así como su capacidad para presentarse auténticamente a los otros. No se le reconoce como parte valiosa de un conjunto social. El hombre que agrede a la mujer con sus palabras está, a la vez que estereotipando y dañando, negando a una persona la posibilidad de aparecer entre los demás como alguien que tiene algo que aportar desde su singularidad. No sólo la intimidad de la mujer queda afectada, sino también su capacidad para formar parte de la vida pública, de la comunidad. En resumen: la palabra del acosador callejero le niega a la mujer el reconocimiento a ser parte de la pluralidad en la que cada persona se revela como valiosa y digna.
 
4. Porque las palabras no son sólo palabras, pero se hacen pasar como si fueran sólo palabras. Es decir, existe la ilusión según la cual el lenguaje no tiene efectos significativos en las personas y, por tanto, puede ser utilizado arbitrariamente. Esta ilusión invisibiliza la gravedad de las consecuencias que pueden causar las palabras que utilizamos frente al otro. El hombre que acosa cree que no está haciendo nada malo, que sólo lanza un “piropo” y no hace falta exagerar la situación. La agresión a la mujer se naturaliza, entonces, en una práctica que parece ser banal, que parece no causar efectos, que parece insignificante porque “son sólo palabras”. Lo cierto es que se esconde la violencia y se normaliza como un modo habitual de comportamiento. En resumen: la ingenua ilusión de las palabras como “sólo palabras” esconde la gravedad del asunto y colabora con la estandarización de los hábitos agresores.

miércoles, 8 de enero de 2014

MUERTES QUE NO DEJAN HUELLA

“toditos estaban muertos. Entre niños, mujeres y ancianos, más de 50 personas muertas. [...] Todos los cuerpos destrozados con machetes y cuchillos, sin manos, sin brazos, sin cabezas, llenos de sangre y otros con los intestinos afuera, los asesinos habían jugado con los detenidos. Las cabezas estaban en distintos lugares y escuchamos que después de cortar las cabezas las patearon como a pelotas. Habían matado sin misericordia a mujeres y niños. No creyeron en Dios, han sido salvajes para matar. Enterramos rápido haciendo 5 huecos, ya no podíamos llorar, pareciera que el sol lloraba. A mi madre la encontramos sin cabeza y punzado con cuchillo su cuerpo. Las almas estaban con sus cabezas, manos, pies, cortados por todas partes, no podía reconocer de quién era el brazo, los pies, sus cabezas. Pues no respetaron a las almas”. (Testimonio citado en p. 236, Chungui. Violencia y trazos de memoria)
 
Vidas que no importan, que no tienen visibilidad, que no aparecen a la luz pública de la comunidad nacional y, por tanto, no poseen ningún valor. Vidas que no cuentan como humanas, que en los discursos hegemónicos impresos en nuestro sentido común no valen realmente la pena. Vidas con cuerpos irrelevantes, que da igual si tienen estructura o si están desorganizados. Simbólicamente, están vacíos de sentido, se puede hacer con ellos lo que sea. Emocionalmente, no despiertan ninguna fibra, no generan ninguna identificación. Cuerpos sin alma: cuerpos que se pueden utilizar, con los que se puede jugar, a los que se puede estropear, porque no se advierte ninguna humillación, no despierta ofendida la conciencia.
 
Muertes que no dejan huella. 15000 desaparecidos. Pero ¿aparecieron alguna vez? ¿Tuvieron rostros identificables?, ¿tuvieron voces inteligibles?, ¿formaron parte del nosotros que pretendemos ser? Muertes que no se lloran, porque nunca murieron. Los cuerpos desmembrados no tuvieron nunca sentido; las vidas exterminadas no contuvieron nunca humanidad. Nadie nace con una dignidad intrínseca: esta se adquiere en las dinámicas de reconocimiento que tienen lugar en la vida pública, en el mundo compartido. Para la comunidad nacional, no hay 15000 desaparecidos. Desaparece el que deja una huella que perdió en algún momento, inesperada e injustamente, su rastro. A esas vidas nunca se les reconoció el derecho de dejar una huella en los demás. 15000 y miles más que nunca aparecieron.
 
“Por el río Huallaga se encontraba, quizás más de cien cuerpos botados, pero encostalados. Parecía basura, pero no era basura. Eran personas, mujeres y varones. Bien torturados, amarrados su cuello, con cable de luz, bien amarrados, sacados su lengua bien grande. Colgados sus ojos. Todo eso tenía que pasar, todo eso tenía que mirar, ¿por qué?, por querer encontrar a mis hermanos”. (Testimonio citado en p. 161, Capítulo 1, Tomo VI, Informe Final CVR)
 
Bien torturados, pero no han muerto. Las muertes despiertan la necesidad del duelo. Y el duelo, como dice Butler, no es una experiencia privada; más bien, en los discursos públicos que reconocen qué vidas, qué cuerpos y qué muertes tienen valor, se marcan los límites de una “distribución diferencial del duelo” (Butler 2006: 64). A veces, 15000 veces, no hay nadie a quien llorar. La pérdida del otro no supone ninguna pena. No ha habido pérdida. “Después de todo, si alguien desaparece, y esa persona no es nadie, ¿entonces qué y dónde desaparece, y cómo puede tener lugar el duelo?” (Butler 2006: 59)

BUTLER, Judith. “Violencia, duelo, política”. En: Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Traducción de Fermín Rodríguez. Buenos Aires: Paidós, 2006, pp. 45-77.

viernes, 27 de diciembre de 2013

BUTLER 1: ASUMIR LA HERIDA

Hay modos de violencia que no sé muy bien cómo calificar, pero que poseen rasgos particulares que les dan una relevancia especial para el conjunto de la sociedad, no sólo para quienes han sido dañados directamente. Por ejemplo, las acciones de algún grupo subversivo, o los actos de odio contra identidades LGTB, o la represión del Estado contra población civil. En estos casos, no se trata sólo de heridas materiales, sino que entra en juego cómo se le da una valoración a la violencia y a los sujetos que la ejercen o la sufren. Diferentes discursos desarrollan posiciones en las que, con diversos propósitos, implícita y explícitamente, se plantean justificaciones, condenas, elogios, censuras, explicaciones, etc., que tienen que ver con los criterios de acuerdo a los cuales se entiende el orden de la vida compartida.
 
Por lo general, ciertos imaginarios se hacen hegemónicos y pasan a formar parte del sentido común de la sociedad (cosa que, en el mundo contemporáneo, tan cargado de representaciones estereotipadas y tan carente de actitudes críticas, no debería sorprender). Esas hegemonías producen significados, hábitos y asociaciones que se distribuyen en consensos básicos sobre a qué tipo de sujetos, acciones y argumentaciones aprobar o desaprobar. En el caso peruano, ejemplos evidentes de esto encontramos en lo que ocurre con las identidades ligadas de uno u otro modo a la subversión de las décadas pasadas; o también con las personas que no cumplen con las normas culturales de la vida heterosexual.
 
Butler reflexiona este fenómeno a partir del contexto estadounidense después de los atentados del 11 de setiembre de 2001. Considera cómo los sentidos comunes construidos funcionan como marcos que definen “lo que puede escucharse”, previenen “cierto tipo de preguntas y de análisis históricos” y producen “una justificación moral de la venganza”. Es decir, se delimita qué es lo autorizado públicamente y qué queda invisibilizado o condenado; a la vez, se facilita la aparición de un imaginario según el cual sólo se puede responder a la violencia con más violencia. En los EE.UU., esto se vio representado por la “descalificación pública de los movimientos pacifistas” y la caracterización de “las marchas en contra de la guerra como anacrónicas o nostálgicas”. Ello generó una fuerte resistencia a cualquier posibilidad de análisis crítico, de oposición a lo hegemónico, de búsquedas más profundas y desprejuiciadas por explicaciones. Los intentos académicos por examinar el fenómeno, por ejemplo, fueron usualmente tomados como endebles e inservibles.
 
Frente a ello, Butler no sólo considera la necesidad de producir nuevas condiciones de significación en las que se superen estereotipos simplificadores, sino que además propone algo más arriesgado: no negar la propia vulnerabilidad que la violencia sufrida ha rebelado; más bien, asumirla plenamente, aprovechar las posibilidades que ella abre para construir una vida en comunidad más responsable. Afirma Butler que los atentados contra los EE.UU. rompieron con la fantasía según la cual el país era infranqueable. Esta repentina conciencia de la propia fragilidad permitiría considerar cómo, política y éticamente, existe una fuerte dependencia de los demás: es decir, cómo los EE.UU. no son la potencia inexpugnable a la que nadie condiciona y de la que todos necesitan. Más bien, asumir la vulnerabilidad permitiría reorganizar la mirada que los ciudadanos tienen de sí mismos y las relaciones que se tiene con otras naciones.
 
La herida de la violencia, entonces, es una “herida narcisista” que expone públicamente la propia vulnerabilidad y, por ello, obliga a reconsiderar la responsabilidad que tengo con los demás, con aquellos de quienes dependo para proteger mi condición frágil. Dice Butler: “Sólo cuando hemos sufrido semejante violencia estamos obligados, éticamente, a preguntar cómo debemos responder por el daño sufrido. ¿Qué rol vamos a asumir en la propagación histórica de la violencia? ¿En qué nos convertiremos al responder? ¿Vamos a extender o a impedir la violencia por medio de la respuesta que tengamos?”
 
La idea es más compleja y luego será mejor desarrollada.

Todas las citas corresponden a: BUTLER, Judith. “Explicación y absolución, o lo que podemos escuchar”. En: Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós, 2006, pp. 25-43.

domingo, 22 de diciembre de 2013

LA RECONCILIACIÓN EN EL DISCURSO DE LAS FF.AA.

El discurso desarrollado por las FFAA peruanas con respecto a la violencia interna se ha construido –como en el caso de otros países latinoamericanos– en torno a la idea del heroísmo que salva o cura a la nación de un mal que la agobia. Se trata, en este sentido, de un discurso homogéneo y bien definido con características maniqueas. De un lado se posiciona, muy claramente, la acción protectora y sacrificada de las fuerzas oficiales; del otro, la violencia maliciosa de la subversión. Entre los dos polos se ubica a la población civil inocente, que sufre los abates del terrorismo y necesita la seguridad de las armas autorizadas por el Estado. Este es un discurso en el que las cosas se presentan de forma muy transparente: en el Perú, existieron peligrosos representantes de la violencia que fueron derrotados por los representantes de la pacificación. La noción de reconciliación, aquí, no es relevante, ya que no hay con quién reconciliarse (literalmente), con quién reconstruir un lazo de amistad. El enemigo ha sido simplemente eliminado y todos los restos que de él podrían quedar siguen siendo enfrentados con la misma fuerza y la misma intención: salvar al país del terror.
 
Para justificar esta idea –que la reconciliación no tiene un valor importante en el discurso de las FFAA– apelaré, por lo pronto, a lo expresado por dos representantes de la institución en una conferencia dictada en la PUCP en setiembre de este año (2013). Citaré, por un lado, a Roberto Chiabra León, general en retiro del EP y ex ministro de Defensa; por otro, a Jorge Montoya Manrique, almirante de la Marina en retiro y ex jefe del Comando Conjunto de las FFAA. Ambos expresaron puntos de vista que, si bien no son perfectamente idénticos, contienen paralelos muy significativos y recurrentes.
 
Un factor importante que nos ayudaría a comprender cómo el discurso de las FFAA asume la reconciliación se encuentra en las interpretaciones hechas sobre la tarea cumplida por la CVR. Como es bastante conocido, desde la institución armada se ha criticado a la Comisión principalmente por considerarla sesgada y deficiente en su descripción de los eventos de la guerra. Montoya, en este sentido, es claro en expresar sus reparos y acusarla de obrar en favor de Sendero Luminoso para, probablemente, dejarle el espacio para que pueda “reciclarse” en el futuro. La única posibilidad admisible hubiera sido, según el marino, rechazar de lleno a la organización terrorista, llamándola por su nombre (“terroristas”) y agradeciendo a quienes libraron al país de su amenaza. Esta clara diferenciación entre el bien y el mal se expresa también en Chiabra, quien hace un singular paralelo de las situaciones de la guerra con las de un salón de clase: lo que pasó en el país, nos dice, puede ser explicado con el símil del “bullying”:
 
“El bullying es el atentado físico y psicológico de un pequeño grupo de cobardes contra los más indefensos que no tienen padres a dónde acudir y sus maestros no se dan cuenta, y sus compañeros de aula, la gran mayoría, son neutrales, indiferentes o se ríen. Así fue la subversión, un pequeño grupo de cobardes atacó a los más indefensos aprovechando la ausencia del Estado ante la complicidad de la mayoría que observa sin inmutarse. Esperando qué. Que llegaran las FFAA para salvarlos como así sucedió”. [cursivas son mías]
 
De un lado los abusivos, de otro los salvadores y en medio los inocentes[1]. La inacción de los maestros resalta el heroísmo de los protectores, quienes cargan con una responsabilidad que otros rechazaron. Tales otros, en el imaginario de la institución armada, son los representantes políticos, que no se atrevieron a tomar las decisiones necesarias y que se han dedicado a cuestionar desde lejos, sin saber los peligros reales a los que se expone un militar en la guerra. Dice Chiabra: “¿Dónde estaba el resto del Estado? Unos estaban en balcón y otros debajo de la cama. Esperando los resultados”. Dice también Montoya: “teníamos al costado viendo cómo sucedían las cosas, con una irresponsabilidad mayúscula, a los gobiernos que pasaron por esa época”[2]. Estas acusaciones contra la clase política ayudan a reforzar la idea del papel sacrificado de las FFAA. Con ello, la institución y sus representantes se posicionan en un lugar al que sólo deberían alcanzar los agradecimientos, nunca la condena.
 
Esto supone que, no tan implícitamente, el valor del heroísmo es puesto por encima del valor de la justicia. Es decir, para este discurso existen acciones que, por su extraordinaria capacidad para llegar al objetivo de la pacificación, trascienden el ámbito de la moralidad –que siempre se preocupa por los hechos concretos y nunca se mide por la lógica de los medios y los fines. El heroísmo de las FFAA se asume en función de las metas prácticas alcanzadas: el país se ha curado de la enfermedad terrorista, para lo que el médico ha tenido que realizar grandes esfuerzos que, naturalmente, han exigido la mutilación de ciertas zonas infectadas. Leamos a Chiabra:
 
“En el accionar de las FFAA, ¿hubo excesos? Sí, hubo excesos individuales que formaban parte de excesos por las razones de trabajo pero no por una norma de las FFAA. Hay hechos indefendibles, como hay hechos por probar, que merecen justicia. Deben ser sancionados con justicia. Nosotros nunca hemos pedido indulto ni amnistía. Pero no hubo una violación sistemática a los DDHH ni nada que configure, pues, delito de lesa humanidad. Y no hemos presentado ni leyes de amnistía ni indulto porque sería avalar el comportamiento de un pequeño grupo desmereciendo el gran trabajo de la mayoría que derrotó militarmente a Sendero”. [cursivas son mías]
 
Si algún lugar tiene en este discurso la noción de reconciliación, sería en la meta alcanzada, más allá de los sacrificios, por la tarea de las FFAA. Para reconciliar había que pacificar: para pacificar había que hacer un trabajo horrible pero necesario: las consecuencias excesivas de ese trabajo son condenables, pero son las de una minoría. Si se castiga a alguien es a ese grupo pequeño, pero sin perder la perspectiva de las condiciones vividas, que pondrían entre paréntesis muchos de los requerimientos de la justicia y la moral. Por ello, las acusaciones de la CVR sobre la acción militar violenta contra civiles o rendidos son tomadas como calumnias sesgadas. Afirma Montoya: “la Comisión de la Verdad se realizó, para las FFAA, de una manera cerrada y aislándose de la realidad. […] No ha recogido una verdad, ha recogido una recopilación de hechos contados y narrados por personas diferentes en contextos diferentes. Ante preguntas preparadas respuestas preparadas”.
 
Entonces, la reconciliación postulada por la CVR no puede ser sincera: tiene tras de sí el propósito de beneficiar a uno de los actores de la guerra, al que la inició y, para las FFAA, no merece más que la expulsión de los marcos de la nación. Lograr una verdadera reconciliación supondría ese exterminio de la diferencia para construir un país en desarrollo y reconocer el heroísmo de los miembros militares, a quienes no se debería confundir en su identidad ni en sus objetivos. Nuevamente, Montoya:
 
“es necesario explicarles qué cosa es un militar, qué cosa es un miembro de las FFAA, para que puedan entender y comprender por qué nos sentimos ofendidos con lo que dice el Informe en muchas de sus partes. Un miembro de las FFAA es un patriota, y qué es un patriota, es el que ama profundamente a su patria y la respeta, y da su vida por sus connacionales. Esa es la mística que tienen todos los que ingresan a las FFAA. No ingresan a matar ni a violar ni a ser asesinos ni ladrones”. [cursivas son mías]
 
Chiabra, más moderado que Montoya, asume que una vez superada la amenaza del terror hace falta encaminar al país hacia metas democráticas que vinculen a los héroes, inocentes y víctimas en una nación homogénea: “hay muchas cosas que han sucedido en nuestro país que no se pueden volver a repetir. Muchos coinciden de que no hay paz sin justicia ni reconciliación sin reconocimiento. Una justicia con criterio, sin pasión y para todos. Y un reconocimiento donde todos tenemos que asumir que le fallamos al Perú. Por acción, por omisión, por abandono, por silencio, por ambigüedad y por aprovechamiento”.
 
Las palabras de Chiabra, debo resaltar, no dicen lo habitual dentro del discurso de las FFAA. Sin embargo, resultan importantes en tanto que rescatan una noción más abarcadora de la reconciliación y la pacificación; una noción que, de hecho, se acerca en cierta medida a la propuesta por la CVR. Todo esto, sin embargo, sigue sosteniéndose sobre la convicción maniquea de que en el país unos fueron monstruos del terror, otros fueron héroes de la pacificación y, los restantes, víctimas en espera de la salvación. Queda la sombra de qué hacer con los ejecutores y las víctimas de los “excesos”.


[1] Una cosa no es dicha explícitamente en esta analogía: a través de qué mecanismos se termina con el problema del bullying, lo que serviría de metáfora para los mecanismos a través de los que se termina con la subversión. Podríamos especular, por las características generales del discurso de las FFAA, que se diría que la solución en el aula pasa por el castigo a los agresores, lo que les enseñaría a no volver a cometer el abuso contra inocentes. Tal castigo se reflejaría, en la guerra, en el uso autorizado de las armas para exterminar, literalmente, a los agresores/terroristas.
[2] Se refiere a los gobiernos de Belaunde (1980-85) y García (1985-90). Con el gobierno de Fujimori, Montoya es bastante más comprensivo.

miércoles, 30 de octubre de 2013

ENTREVISTA A SALOMÓN LERNER FEBRES

Reencontré una pequeña entrevista que realicé a Salomón Lerner Febres en el 2011. En ella se refiere a su tarea en la CVR, a la necesidad de darle voz a las víctimas y a su amigo Carlos Iván Degregori:
 
 
¿Podría contarnos cómo llegó a la presidencia de la CVR?
 
-          El camino de algún modo es insondable porque a mí me avisaron que formaba parte de la CVR y que la presidía, y eso me tomó, de alguna manera, por sorpresa. Yo no postulé a ser miembro de la Comisión ni mucho menos. Según tengo entendido, fui propuesto en el seno del Consejo de Ministros del presidente Paniagua y allí hubo, según me han referido, una votación respecto de distintos nombres. Parece que mi nombre había sido propuesto y yo saqué un número elevado de votos y eso hizo que me nombraran presidente.
 
Ahora bien, sí tengo que decirle que a la sazón yo era rector de la Universidad [PUCP], y todo esto se me presentó como un relativo problema porque tenía esta responsabilidad institucional. Acepté luego de haber consultado con el Consejo Universitario, el cual me permitió que pudiera, simultáneamente, ejercer el rectorado y presidir la Comisión.
 
Fue entonces una decisión tomada por el Ejecutivo. Se nombró a siete personas y yo, por lo menos, trabajé ad honorem. Acepté entendiendo que esa era una responsabilidad que no podía eludir como peruano y tampoco como rector de esta casa de estudios, porque la Universidad en esos tiempos, en los tiempos de Fujimori, se había destacado por criticar públicamente los excesos del gobierno de turno. Fue una de las pocas instituciones que alzó públicamente su voz en estos asuntos, y hubiera resultado incoherente que yo no aceptara, llegado el momento, de contribuir de modo efectivo a una tarea así.
 
Bien sabía usted de los riesgos personales en los que se metía al aceptar el cargo. Teniendo eso en cuenta, ¿qué tan difícil fue aceptar?
 
-          La decisión, como usted comprenderá, no brotó de inmediato y en medio de alborozo. Evidentemente, yo era consciente en ese momento, como lo soy hasta ahora, de que la tarea que se nos encomendaba a todos era no sólo muy ardua y compleja, sino también que sería muy discutida, porque es casi una verdad de perogrullo que a nadie le gusta que se le señale aquellas cosas negativas que pueda haber cometido u ocasionado; y nuestra tarea era justamente esa.
 
Obviamente, lo consulté también con mis familiares y asumí el puesto sabiendo que no sería precisamente aplaudido en forma unánime, ni durante el trabajo ni luego de él. Pero era importante que alguien lo hiciera, y yo no podía, por un lado, predicar que se haga justicia, que el país sea mejor, etc., y llegado el momento en que se me pedía que contribuyera, dejar de participar.
 
Hace poco compartió una mesa con los profesores Federico Camino y José León. En ella, tal vez el momento más importante de su ponencia tuvo lugar cuando hizo mención de la filosofía no como una doctrina, sino como una forma de vida. Y llamó la atención que, inmediatamente después de eso, se refirió a su tarea en la CVR. ¿Siente que es en la presidencia de la Comisión que se consagró esa aproximación vivencial que busca usted a la filosofía?
 
-          Sí, yo creo que esa fue un poco como una prueba de fuego para todo aquello que había aprendido y que intelectualmente, de algún modo, me ha enriquecido a lo largo de los años, y que es motivo de mi enseñanza. Porque es cierto que uno tiene definiciones de verdad, de justicia, de sociabilidad, de responsabilidad. Pero una cosa es eso que se puede leer en los libros, incluso aquello que se pueda leer acerca de fenómenos terribles que han ocurrido en otros lados, pero siempre a través de la mediación de quien lo cuenta, y con distancia cronológica, geográfica, hasta diría étnica, y distinto es estar ahí, escuchar a las propias víctimas, y entender que los conceptos filosóficos son muchas veces sólo el comienzo de otra cosa. Puede ser una construcción intelectual rica, pero tiene que ser validada en la vida. ¿De qué vale hablar de verdad, del bien, de la justicia, si llegada la hora en que uno tiene que decir la verdad se calla por interés; o cuando se tiene que pedir que se haga justicia, se elude esa obligación para no malquistarse con gente poderosa? Entonces, creo que fue una exploración de dimensiones que van más allá de la definición y de la retórica.
 
En varios discursos de la época CVR afirma la necesidad del respeto hacia el sufrimiento de los afectados durante la investigación. En ese sentido, ¿sintió alguna vez que estaba trasgrediendo intimidades dolorosas que no tenía derecho a trasgredir?
 
-          Yo entiendo su pregunta, pero creo que todos los que estábamos en la Comisión (y espero no estar abusando de lo que puedan haber pensado los otros) entendimos que no era una intromisión ni se trataba la pregunta “¿con qué derecho?”, sino que esto no aparecía como una orden de entrometerse, sino de comprometerse. Porque creo que lo que necesitaban esas personas era compartir su dolor, hacerlo saber dentro de una sociedad que los ignoró y no les dio voz. Y lo que nosotros estábamos haciendo era precisamente eso: sacarlos de la invisibilidad, de la insignificancia. Ellos se ganaron muy dolorosamente el derecho a ser considerados, a ser conocidos en su padecimiento. Y también había un deber de la sociedad, para que ella tomara nota de lo que había ocurrido, para que no cerrara los ojos y pensara que no había sucedido nada, que todo había estado bien. Yo creo que se necesitaba de esta especie de jalón de orejas, de shock. No sé si lo habremos conseguido pero la intención era esa y hay que hacerlo; solo así las sociedades avanzan.
 
Uno de los objetivos de la Comisión fue el abrir el camino de la reconciliación. Con respecto a eso, en un discurso de octubre del 2001 afirma que para pasar de la comprensión del evento violento al perdón hacia los perpetradores, hace falta la estación intermedia del arrepentimiento de parte de los últimos. Esto último es algo que, en el caso peruano, no ha ocurrido a prácticamente ningún nivel.
 
-          No, no se ha dado. Ahora, aquí quisiera precisar un poco más esto. La reconciliación, a mi modo de ver, no debiera contemplar el arrepentimiento y el perdón. Sin embargo, eso me parece mucho más urgente dentro de la llamada micro-reconciliación, que dentro de la reconciliación entendida como reconciliación de la sociedad peruana. Para esta reconciliación, comprendida más bien desde una perspectiva sobre todos los que somos parte de este país, lo que se requiere es verdadero conocimiento de lo que hemos sido y de lo que somos, en especial de lo que ocurrió en esos tiempos, y que actúe la justicia bajo la forma de sanción y de reparación. Eso, sin embargo, es el comienzo de un proceso que tomará, probablemente, si se da y ojalá se dé, generaciones.
 
Dentro de eso, sí hay un factor que puede coadyuvar a que el proceso avance, aunque este no depende de aquel: el arrepentimiento, el tomar consciencia de que se obró mal y el perdón. Sin embargo, allí entramos en una dimensión que escapa a normas, procesos y actividades que puedan ser muy determinados y cumplidos en el tiempo, porque allí ya estamos dependiendo de la subjetividad de las personas; estamos dependiendo de una especie de generosidad y de reflexión por parte de aquel que victimó, y por parte de aquel que fue víctima. Eso no se puede forzar, eso o existe o no existe. Creo que, en ese sentido, tomar ello como un mecanismo social que ayude a la reconciliación, de pronto podría servir en algunos casos, pero yo no lo creo muy efectivo. Ese es el camino que tomó Sudáfrica, donde una especie de sustituto de la justicia fue el pedido de perdón aunque no existiera arrepentimiento y el otorgamiento del perdón aunque no perdonaran.
 
Una última cuestión: ¿Qué nos podría decir de su experiencia con Carlos Iván Degregori en la CVR?
 
-          Yo no le conocía personalmente hasta que nos reunimos en la Comisión. Estar a su lado fue, desde el punto de vista intelectual y de trabajo, magnífico, porque era una persona muy enterada de todos los temas que tratábamos: la vida en Ayacucho, movimientos políticos, etc. Pero, siendo eso muy valioso, puedo decir que Carlos Iván era una persona buena. Una persona muy sensible, aunque contenida. Poseía un sentido de la justicia, de la amistad que es difícil de hallar en el común de la gente. Él probó, además, su consistencia, su persistencia, su fibra en su enfermedad y en la manera como enfrentó su muerte. Entrañable; una persona entrañable. Buena. Y que fue para nosotros indispensable y valiosísimo en la tarea de la Comisión. Yo le quiero mucho, no quiero hablar en pasado.

miércoles, 16 de octubre de 2013

HOMOFOBIA Y AUTORITARISMO

En “Sacando a la bestia del clóset: autoritarismo y homofobia”[1], Giancarlo Cornejo presenta una tesis que podría ayudar a comprender mejor las respuestas políticas y culturales que se están presentando frente al Proyectode Ley que establece la Unión Civil entre Personas del Mismo Sexo. Para el autor, en el Perú la homofobia se extiende con facilidad por su relación directa con la presencia de prácticas e imaginarios autoritarios. El autoritarismo, nos dice, se caracteriza por ser el mandato de instaurar el “orden natural de las cosas”: aquel en donde cada componente de la realidad social se mantiene en su lugar y cumple con su función sin permitir el asomo de identidades, hábitos o representaciones diferentes que puedan perturbar el orden hegemónico.
 
La homofobia, de un modo parecido, consiste en el rechazo de aquellas prácticas y relaciones en las que se trasgrede la heteronormatividad, instaurada a lo largo de nuestra cultura como el modo “normal” o “natural” de comportamiento e identidad en la diferenciación de los sexos. Así, el sujeto autoritario y el sujeto homofóbico persiguen los mismos objetivos: definir el orden de las cosas como deben ser. Lo que no se aplica a la norma es rechazado y estigmatizado. En el caso del autoritarismo, el sujeto-dialogante es percibido como débil, inútil, miedoso, poco práctico. En muchos sentidos, el sujeto-dialogante es feminizado (de hecho, el término “marica” se aplica a un individuo al que se le atribuye este tipo de características). En el caso de la homofobia, el homosexual/transexual/bisexual es percibido como indecente, impuro, inmoral, descontrolado. La naturaleza y la conducta, ambas instancias, son calificadas como anormales.
 
Tenemos, entonces, que en ambos casos, en la homofobia y el autoritarismo, se repite la estructura del rechazo a la diferencia que incumple la regla hegemónica. No debería sorprender, por ello, que los principales y más entusiastas críticos de la Unión Civil sean representantes de las expresiones más autoritarias del país en los últimos años: la iglesia católica, las FFAA y el fujimorismo. Como bien sabemos, Cipriani se ha encargado siempre de manifestar su postura conservadora con respecto a la homosexualidad. El argumento es simple y directo: en el plan de dios, hay hombre y mujer, nada más: ese es el orden natural de las cosas, cualquier variante se asume como una desviación enfermiza: homofobia y autoritarismo.
 
Entre los actores políticos, el más notorio opositor a la Unión Civil ha sido Carlos Tubino, ex marino y congresista del partido fujimorista. Para él, el proyecto presentado es una especie de máscara encubridora de propósitos más subterráneos: el matrimonio y la adopción en parejas homosexuales. Estas prácticas transgreden el orden hegemónico de la familia, imaginada como la unión de dos individuos: uno con pene y otro con vagina. Cualquier otra opción perturba, en tanto que representa el descontrol de los cuerpos y de las identidades. Heteronormatividad en su sentido más tradicional. La consigna de Tubino es, por ello, determinante: hay que enfrentar sin ninguna posibilidad de diálogo o comprensión a la amenaza de la diferencia (“Los Combatiremos!” anuncia el fujimorista en uno de sus tweets).
 
Otro aspecto de la “argumentación” de Tubino afirma que “los homosexuales” (y esta sola mención a un grupo homogéneo, como si todos se comportaran del mismo modo, es ya denigrante) no se corresponden con los valores nacionales. Como ejemplo de ello, el congresista recuerda que un homosexual no podría ser parte de las FFAA (institución a la que se presupone como representante de los valores de la nación), en tanto que nadie “lo seguiría hasta la muerte”. Otra vez, la relación entre autoritarismo y homofobia es más que evidente: las FFAA son, por naturaleza, la organización más autoritaria de la nación; para pertenecer a ella, hace falta no ser un sujeto débil, ni un sujeto-dialogante, ni un sujeto homosexual. Esta perspectiva ha sido confirmada por Martha Chávez, una de las representantes más importantes del fujimorismo (a quien, curiosamente, los medios han presentado como alguien que está a favor de la Unión Civil, cuando sus declaraciones nos revelan que posee un razonamiento perfectamente opuesto a los de los valores del  proyecto y perfectamente coincidente con los de Tubino). Chávez ha afirmado que “todos tenemos en la cabeza” un “sentido de derecho natural” de acuerdo al cual se “revela que hay cosas que tienen ciertos límites que se derivan de la propia naturaleza humana”. Nuevamente, rechazo determinista a la diferencia porque así lo manda el orden de las cosas como deben ser.
 
Pero ojo, la alarma va mucho más allá de estos personajes autoritarios. Numerosas encuestas recientes muestran que el grueso de la población nacional está en contra de la Unión Civil. El problema es bastante mayor y merece acciones sostenidas, sistemáticas y creativamente persuasivas para procurar transformar los imaginarios homofóbicos que se han expandido entre nosotros. Diversos autores han examinado la presencia de autoritarismo en las relaciones e identidades que ejercen los peruanos. Gonzalo Portocarrero nos habla del goce que tenemos al ser trasgresores de la ley y/o de la dignidad del otro. Buscamos, en diferentes medidas, posicionarnos como patrones de sujetos subordinados. Por ello, la autoridad no es una figura relevante en nuestras interrelaciones; lo que vale más para nosotros es el autoritarismo: la capacidad para la imposición.
 
Algunos anuncian que esas condiciones demuestran que –a pesar de la posible buena voluntad del proyecto– el país “no está preparado” para él, por lo que debería ser negado o postergado. Pero ocurre que no son los ciudadanos los que se preparan para el cumplimiento de las leyes democráticas, sino las leyes las que preparan a los ciudadanos para habituarse al comportamiento democrático.




[1] En: PORTOCARRERO, Gonzalo, Juan Carlos UBILLUZ y Víctor VICH (editores). Cultura política en el Perú. Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2010.

lunes, 14 de octubre de 2013

LAS EXPLICACIONES DE LA CVR (RESPUESTA A TANAKA)

1
 
En el último número de la revista Argumentos, Martín Tanaka publica un ensayo en el que analiza la explicación que da el Informe Final de la CVR a las causas del conflicto armado interno. La tesis del autor es que tal discurso no llega a ser coherente, e incluso resultaría contradictorio en sus diversos niveles. Además, agrega Tanaka, este sería uno de los motivos que nos ayudaría a entender por qué el Informe se mantiene tan aislado políticamente y por qué las recomendaciones que propuso no se han logrado implementar con éxito. Son tres las explicaciones ambivalentes identificadas: (1) la voluntad de Sendero Luminoso de iniciar la guerra, a contracorriente “del proceso de democratización” en el país; (2) la existencia de brechas históricas de discriminación; y (3) la existencia de procesos inacabados de modernización, que generaron frustración en las expectativas de los pobladores.
 
La primera incoherencia a la que alude Tanaka se refiere a cómo en principio el Informe se concentra en una “explicación voluntarista” para luego hacer énfasis en las condiciones sociales e históricas. Es decir, de un lado, se apelaría a la decisión de sujetos que querían desarrollar la violencia, y de otro lado se apelaría a la realidad objetiva, que por su gravedad habría colaborado con el inicio de la guerra. Por ello, para el autor, Sendero aparece de acuerdo a dos imágenes contradictorias: como los exclusivos iniciadores del conflicto y como “expresión o consecuencia” de condiciones previas que llevaron a la violencia.
 
En torno a tal idea, Tanaka ubica una serie de contradicciones que, a su juicio, resultan inadmisibles bajo un análisis académico concienzudo: por un lado, la CVR dice que el surgimiento de la violencia tomó por sorpresa al país; por otro, dice que ya existía el caldo de cultivo de la guerra. Por un lado, afirma que los campesinos no habían roto con el Estado peruano en tanto que le hacían demandas; por otro, que estaban excluidos de él, por lo que apoyaron el proyecto senderista. Por un lado, se sostiene que la prolongación del conflicto se debió a las malas decisiones tomadas por los gobiernos de turno; por otro, que tal prolongación tiene que ver con las brechas históricas existentes. A todo esto se adhiere que el argumento de la modernización incompleta no sólo vuelve a presentarse como una incoherencia con respecto a la explicación voluntarista, sino que además está mal desarrollado, en tanto que nunca se deja claro si tal modernización fallida abarcó espacios minoritarios o zonas amplias del país.
 
Concluye Tanaka que “en el IF de la CVR no existe una explicación coherente que dé cuenta de las causas y dinámica del conflicto armado interno, sino que ofrece tres argumentos claramente distinguibles de manera contradictoria”. Este error no habría sido corregido porque “el conocimiento actual de las causas y dinámicas del conflicto armado interno no es todavía suficiente para poder optar por alguna de las tres explicaciones o para armar una narrativa que de alguna manera las integre con un mínimo de coherencia”.
 
2
 
Este esfuerzo por darle al Informe Final una mirada profundamente crítica desde la academia es sin dudas valioso, en tanto que se trata de una tarea que se ha ido postergando, en parte porque el documento se convirtió en una herramienta política y en parte porque resultó justo concentrarse, en primera instancia, en el escándalo moral al que llevaban las revelaciones que allí se hacen sobre el proceso de violencia. En tal sentido, debería ser fácil comprender que las objeciones que presentaré a continuación al artículo de Tanaka no responden a una simple voluntad por defender la tarea de la CVR. El Informe, en efecto, posee errores puntuales de interpretación que merecen ser destacados. Considero, sin embargo, que el examen de Tanaka no da con asuntos realmente problemáticos, no en la dimensión en que él pretende presentarlos.
 
Un primer elemento confuso de su ensayo se encuentra en la oposición hecha tan claramente entre la agencia de las personas y el encadenamiento de las circunstancias en la realidad. En una medida considerable, se desarrolla una discusión sobre dónde reside el origen de las acciones violentas en el país: o en la voluntad de subversión, o en la causalidad de la historia. Tanaka sostiene más de una vez que “el énfasis” del discurso de la CVR debe estar situado en uno de los dos polos; ubicarlo en ambos a la vez le resulta incongruente. Esta, sin dudas, es una idea cuestionable. En efecto, ¿no resulta una convicción extendida en la historiografía contemporánea que ni voluntad ni causalidad son categorías suficientes para el examen de las circunstancias complejas del pasado? Si privilegiamos las voluntades de los senderistas, nuestro análisis corre el riesgo de pensar a la subversión como un hecho aislado de la realidad peruana. Si privilegiamos las características del contexto, nos exponemos a obviar la particularidad y complejidad de la identidad e ideología senderistas.
 
Tanaka, sin embargo, encuentra problemático que el Informe haga tres afirmaciones contradictorias (desprendidas de las dos primeras explicaciones) en las que el énfasis se pone en lugares distintos: primero, que la causa de la violencia reside en la decisión del PCP-SL (énfasis en la voluntad); segundo, que tal decisión se dio en contra del “proceso de democratización” de la sociedad peruana (énfasis en las circunstancias); tercero, que existían, a inicios de la década de 1980, brechas discriminatorias muy arraigadas en la comunidad nacional (énfasis en las circunstancias). Se interpreta que si las dos primeras afirmaciones son correctas, la tercera no puede serlo; o que si la primera y la tercera son ciertas, la segunda no lo es.
 
Digamos primero que la segunda y tercera afirmaciones no tienen por qué ser contradictorias. La presencia generalizada de la discriminación puede ir y en efecto va de la mano con el funcionamiento de instituciones y prácticas “democráticas”. No es momento de discutir si es realmente democrática una organización política plagada de diversas formas de discriminación; si este fuera el caso, entonces Tanaka se vería obligado a argumentar en favor de la inexistencia contemporánea de procesos democráticos en un país que ha hecho del racismo, la discriminación de género y otras formas de desprecio parte de su habitual constitución. Pero además hay que decir que la segunda y tercera afirmaciones no pueden ser contradictorias porque se refieren a ámbitos distintos del análisis, aquellos que Tanaka, en su esfuerzo por diferenciar notoriamente, termina confundiendo.
 
En efecto, cuando la CVR hace alusión al “proceso de democratización” en la sociedad peruana no se refiere a las circunstancias objetivas de la realidad, sino a la voluntad de los ciudadanos peruanos. Por ello, la primera explicación que se identifica (según la cual la decisión de SL va en contra de lo que ocurría en el país) es perfectamente coherente en sí misma y con las demás explicaciones. Cito el pasaje del Informe que el propio Tanaka utiliza en su argumentación:
 
el sentir abrumadoramente mayoritario de millones de peruanos y peruanas que hacia fines de la década de 1970 canalizaban sus anhelos de transformación profunda de nuestra sociedad por otras vías, principalmente a través de la proliferación de organizaciones sociales de todo tipo (federaciones campesinas y sindicales, organizaciones barriales, de mujeres, de pequeños y medianos empresarios); de movilizaciones sociales fundamentalmente pacíficas; de la participación electoral que se mantuvo alta desde que se reinstauró la democracia en 1980”. [cursivas son mías]
 
En este pasaje se detalla en qué consistió el “proceso de democratización” de la sociedad peruana. De lo que se habla allí no es de circunstancias objetivas de la realidad, sino del sentir de la mayoría de peruanos, de la disposición que el país mostraba hacia la organización democrática a través de las elecciones generales y la participación política de la sociedad. Por ello, la primera explicación identificada por Tanaka está dedicada exclusivamente al tema de las voluntades que existían a inicios de la guerra: la de violencia de parte de la subversión y la de democracia de parte de la sociedad. La segunda explicación y la tercera no tratan ese tema, sino que se dedican a lo que en efecto ocurría en la realidad del país, a las circunstancias concretas sobre las que fueron tomadas decisiones.
 
Otra cuestión confusa en el texto de Tanaka es cómo se trata la relación entre el origen de la violencia y las razones de que se haya desarrollado por tanto tiempo y con tanto alcance. Estos dos niveles merecen ser bien diferenciados, no tanto para lograr una descripción fidedigna –objetiva– de lo que ocurrió en la historia, sino más con propósitos analíticos.
 
En el examen que el autor hace de las tres explicaciones presentadas por la CVR, la diferenciación entre los elementos correspondientes a los orígenes de la guerra y aquellos correspondientes a su desarrollo es bastante ambigua. Esto le permite comparar las explicaciones como si todas se refirieran al mismo fenómeno. Una lectura diferente –y a mi juicio más detallada– permite comprender que la primera explicación (referida a la voluntad de violencia senderista que se opuso a la voluntad de democracia de la sociedad) alude exclusivamente a los orígenes de la violencia, no a su desarrollo posterior. En efecto, el Informe es explícito para sostener que la causa principal del conflicto fue una decisión tomada por SL: esto quiere decir que, a pesar de la existencia de condiciones desfavorables en el mundo social, económico y político del país, a nadie más que a SL se le ocurrió, en ese momento, dar inicio a una lucha armada.
 
Para justificar por qué la violencia duró y dolió tanto, están las explicaciones segunda y tercera (que aluden a las brechas discriminatorias y a la modernización incompleta). Tales elementos permitieron que la decisión de SL encuentre –probablemente de forma inesperada para los propios subversivos– caminos fructíferos por los que desarrollarse, por los que adaptarse a nueva formas, en los que construir discursos persuasivos para la población. Es evidente que la decisión de rebelarse no basta para lograr lo que los senderistas lograron; así como es evidente que las circunstancias de la realidad, que sumían a tantos peruanos en la exclusión desde hace varias décadas, no fueron suficientes para determinar la posibilidad real de una subversión.
 
Si separamos más claramente el análisis de los orígenes de la violencia del de la expansión de la misma, considero que muchas de las objeciones de Tanaka se revelan como poco convincentes. Por ejemplo, podremos entender que resulta perfectamente coherente decir a la vez que la guerra tomó por sorpresa al país (en tanto que la voluntad de violencia sólo le perteneció a Sendero y fue ella la que dio origen al fenómeno) y que existía un “caldo de cultivo” para la expansión de la violencia (en tanto que tal decisión original se encontró con condiciones que la convirtieron en algo más que una idea de minorías radicales).
 
Todas estas consideraciones van de la mano con la necesidad de pensar a la identidad y acción campesinas como fuentes heterogéneas de investigación. Si imaginamos al campesinado como un grupo uniforme y predecible, resulta sencillo exigir de los resultados de nuestros análisis la transparencia clasificatoria que no encuentra Tanaka en los exámenes de la CVR. El Informe, en efecto, no se caracteriza por la claridad de su organización temática, pero de ello no se tendría que extraer que sus explicaciones son contradictorias por presentar a diversos actores de la guerra en papeles diferentes a lo largo del tiempo. Esto último parece sostenerse, por ejemplo, cuando se presenta como incoherentes dos afirmaciones hechas por el Informe. Por un lado, se dice allí que el senderismo ganó apoyo entre los campesinos; por otro, sin embargo, se diría “exactamente lo contrario” según Tanaka: que la subversión fue derrotada gracias a la acción del campesinado.
 
Por su puesto, tales afirmaciones, puestas una al lado de la otra bajo una consideración lógica, son literalmente contradictorias. Pero sorprende que el análisis de un hecho histórico tan complejo sea realizado bajo estos términos. ¿No es evidente, acaso, que ambas afirmaciones son dichas por la CVR en alusión a periodos, contextos y circunstancias diversas?, ¿no es evidente que el campesinado se comportó de maneras distintas en diferentes momentos de la guerra, ejerciendo su agencia con múltiples propósitos y en condiciones extremadamente inestables? Piénsese en los casos de los distritos de Huanca Sancos, como Sacsamarca o Lucanamarca. Una mirada sencilla de lo que pasó allí nos permite sostener que el campesinado varío en sus compromisos con la subversión. Si afirmamos de los pobladores que simpatizaron con el proyecto senderista y que se rebelaron contra él, las dos ideas son estrictamente verdaderas, pero en diferentes momentos históricos –y resulta ocioso recordar que el Informe, a pesar de sus desaciertos y desorganizaciones, va mucho más allá de las consideraciones generales y detalla varios contextos específicos.
 
3
 
Por ello, creo las opciones que da Tanaka a los problemas que identifica no parecen, en ningún caso, viables. Hacia el final de su artículo, afirma que es probable que no tengamos todavía las herramientas para “optar por alguna de las tres explicaciones” o para “armar una narrativa que de alguna manera las integre con un mínimo de coherencia”. La primera alternativa resulta impensable en una consideración académica seria. Si tuviéramos simplemente que elegir entre una de las explicaciones, no llegaríamos más que a una versión simplificada y pobre de las causas del conflicto. La segunda alternativa, el construir un nuevo discurso, sería a lo que apunta Tanaka. Pero después de considerar –según su perspectiva– que no hay “un mínimo” coherencia entre las tres explicaciones, pareciera imposible imaginar la posibilidad de una nueva narrativa coherente y no contradictoria con tales elementos. Habría que postular nuevas explicaciones (¿y reformular los fundamentos del discurso de la CVR?, ¿o desecharlos?).
 
Existe un factor mencionado por el autor, acerca de su análisis, que justifica la mirada crítica dada al Informe y del que se tendrían que extraer las conclusiones más importantes (y, según creo, las realmente valiosas). Me refiero a insinuación de que es por la presencia de incoherencias y contradicciones que el documento de la CVR no ha logrado posicionarse a sí mismo como un elemento político influyente en el país. Las recomendaciones mismas habrían heredado tales defectos y se postulan de acuerdo a las “tres líneas argumentales”, lo que provocaría que las propuestas no sean del todo congruentes y que apelen a los apoyos de “sectores políticos muy diferentes”. Lo último es correcto; las recomendaciones apelan a diferentes tipos de acción de parte de sectores políticos y de la sociedad civil. Esto, sin embargo, no es sinónimo de incoherencia. Si el discurso multivalente de la CVR exige medidas en diversos niveles y atención de diferentes actores sociales, es porque el fenómeno del que se habla abarca ámbitos múltiples de la realidad que no pueden ser abordados de forma aislada ni con una estrategia homogénea. Lo que habría que preguntarse aquí es en dónde deberían residir las decisiones políticas concretas para que los diversos niveles de las recomendaciones avancen con más seguridad. Lamentablemente, Tanaka no desarrolla el tema.
 
Sobre la situación aislada del Informe, es simple lo que hay que decir. Si una virtud tiene el documento es su capacidad para encarar sinceramente las terribles decisiones tomadas y acciones ejercidas por peruanos contra peruanos: sean senderistas, campesinos no vinculados a ningún proyecto político, campesinos simpatizantes o colaboradores, miembros de las fuerzas oficiales, etc. En este sentido, se sacaron a la luz verdades que, necesariamente, pesan sobre la propia identidad y tienden a ser excluidas, combatidas o evitadas. Por ello no sorprende que el Informe haya sido aislado.
 
Entiéndase bien lo que quiero decir: no descarto el valor académico del artículo de Tanaka, mucho menos la necesidad de leer el documento de la CVR con mirada crítica. Creo, sin embargo, que el camino seguido por el autor aquí examinado no es el más adecuado ni el más fructífero. Si algo se tendría que hacer con las explicaciones que él identifica, es organizarlas de una forma más sistemática, cosa que es perfectamente posible sin caer en contradicciones. Esta tarea, a mi juicio, ya fue realizada en la obra de Carlos Iván Degregori, a quien Tanaka recuerda sólo en una nota de pie de página, para atribuirle la misma ambivalencia que encuentra en el Informe. Como dije antes, los errores que este tiene se encuentran distribuidos de manera muy específica a lo largo de los 9 tomos, y en casi todos los casos se trata de errores puntuales de interpretación que colaboran a que diferentes posturas se apresuren a comprender mal la totalidad del documento. Dar con estas equivocaciones es tarea de un examen minucioso que, según creo, no afecta el conjunto general de los argumentos presentados por la Comisión.